Orquesta Filarmónica de Bogotá
Tengo que confesar el legítimo terror cuando los políticos meten sus narices en el mundo de la
cultura. Porque siempre terminan haciendo daños irreparables.
Uno de los
asesores del presidente Uribe se dio
a la tarea de endulzarle el oído y el resultado fue que de un plumazo este
borrara a la Orquesta Sinfónica
de Colombia. Así no más ¡la desapareció! Para medio llenar ese vacío se
creó la Sinfónica Nacional, que ni de lejos ha podido
reemplazar a su antecesora que, sí, atravesaba un momento crítico, tan crítico
como que su titular era Irwin Hoffmann, pero era una orquesta cuyo patrimonio
era su tradición. La nueva orquesta, a la hora de la verdad, devenga todo su
presupuesto del Ministerio de Cultura, así juegue a la quimera de la cultura
como iniciativa privada; hace más bien que mal, pero no remplaza a la anterior.
Lo cierto es que
desde entonces leo, hasta donde eso es posible, todas las declaraciones del
expresidente Uribe y me temo que a
estas alturas, cuando su mandato ya entra a formar parte de los capítulos de
actualización de Henao y Arrubla, no se ha arrepentido del horror cultural
cometido durante su mandato.
Por eso les tengo
terror a los políticos cuando meten sus naricitas en los cotos de la cultura.
Hacen daños y luego ni se dan cuenta de haberlos perpetrado.
El entrante alcalde de
Bogotá, Peñalosa, no es la excepción a la regla. Ha construido un prestigio
alrededor de su nombre como urbanista de
renombre -internacional dicen sus admiradores- que no deja de sorprender,
cuando no fue
capaz de ver en su verdadera proporción y dimensión el problema de la movilidad de Bogotá, con su terca y torpe insistencia en el sistema Transmilenio, a todas luces insuficiente. Como padece
de mesianismo, hizo de su bronca con el metro una bandera de campaña y, el
resultado tuvo nombre: Moreno Rojas y sus secuaces.
Pero no, es un
urbanista de talla mundial y su nombre apenas debe estar al lado de Hipodamo,
el Barón de Haussmann, Hobrech, Sitte, Krier, Collen y Alexander.
Ya
suficientemente peligrosa es su propuesta del Metro elevado. Pese a que intenta vender la idea de que es una buena
alternativa atravesar la ciudad con la puñalada de una línea que va a proveer
de kilómetros de espacio cubierto a los miles de vendedores ambulantes que se
van a instalar bajo ella. Además del horror de las estaciones ancladas en mitad
de las vías y el agregado de la contaminación acústica que su Metro va a acarrear. No hay que ser un
genio para saber lo que va a pasar, basta con ir a Medellín.
La Orquesta. Suficientemente
peligroso es su Metro para
ver ahora empezar a esfumarse, como por arte de magia, el fenómeno cultural de
la Orquesta Filarmónica de Bogotá.
De su pasada
administración quedó claro, por el tipo de personajes a quienes entregó la
orquesta, que esta no es un asunto de sus enteros afectos. Al fin y al cabo,
para él como para los políticos colombianos, la cultura debe ser un tema de
segunda.
No es una
afirmación temeraria. De ninguna manera. Si la cultura le interesara, como le
interesaba en su momento a Eduard Heath en Inglaterra o a Helmut Schmidt en
Alemania, otro gallo le cantaría a la orquesta.
Porque es de
dominio público hoy por hoy que el fenómeno de la Filarmónica es el
más importante proceso musical desarrollado en Colombia en los últimos treinta
años. La orquesta que en cosa de apenas cuatro años ha conseguido salirse del
estrecho mundillo del Auditorio León de Greiff para empezar a llegar a toda la
ciudad y para, por fin, darle cuerpo a la iniciativa de poseer una sede propia
(Peñalosa ya fue alcalde y jamás debió ver esa necesidad) y generar
un sistema de orquestas que cubra toda la ciudad.
Tampoco es un
secreto que la denominada Revolución Filarmónica tiene nombre propio: David
García, su (ahora ex) director ejecutivo. En estos asuntos de la cultura, los
grandes hombres son rara-avis; los José Antonios Abreus y las Fanny Mickey no
aparecen a la vuelta de la esquina. La misma Filarmónica de Bogotá fue
torpemente administrada durante las últimas décadas y los episodios de
despilfarro incluyeron hasta una innecesaria gira por la China.
Ahora bien. Al toro por los
cuernos. No me cabe duda alguna en el sentido de que para construir lo
construido, García debe haber pisado muchos callos y haber sembrado el camino
de enemigos y malquerientes. Eso es de dominio público. Como no hay que ser un
genio de la política para imaginarse las hordas de zánganos, lagartos, rémoras y golfos que se
deben estar preparando para hincarle el diente a la apetitosa torta
filarmónica.
Lo que no sabe el
Alcalde, que cree saberlo todo, es que los temas culturales necesitan para ser
manejados de verdaderos orfebres que, repito, no pululan en todas las esquinas.
El gobierno del presidente Barco desapareció en cosa de segundos todo el trabajo
de la Ópera de Colombia y la Nueva Ópera no ha conseguido ni por un segundo
reemplazar a la anterior.
No hay que
consultar la bola de cristal para saber que por su cabeza no pasó ni por un
instante llamar a García para, por lo menos, conocer las verdaderas
proporciones de la Revolución Filarmónica.
Es una lástima
que el Alcalde no haya oído jamás con cuidado el acto II de Don
Carlode Verdi, cuando el Marqués de Posa y Felipe II sostienen un
extenso diálogo, el soberano le habla de sus planes y Posa aterrado le dice, Que
la historia no diga de vos: él fue un Nerón.
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