En diciembre de 1994 el
entonces ministro de defensa del gobierno de Samper, Fernando Botero
Zea, se encontraba en el atril del evento de lanzamiento del informe anual de
la Comisión Andina de Juristas sobre la situación de derechos humanos en
Colombia. Botero, co-protagonista junto con Samper de uno de los más
grandes escándalos de corrupción electoral vinculada al narcotráfico en los
sangrientos años que cerraron el siglo pasado en Colombia**, argumentaba sobre
las que él creía eran salidas posibles al difícil panorama humanitario en el
país y en general al conflicto armado colombiano. Un artículo publicado poco
después del evento en el diario de circulación nacional El Tiempo describía de
forma particular la situación: “esta vez el auditorio no era de generales activos
ni en retiro, ni de sus colegas ministros, ni de ganaderos ávidos de
seguridad”*; contrario a ello, el auditorio al cual se enfrentaba Botero Zea
era uno integrado por distintos representantes de organizaciones defensoras de
derechos humanos.
Lo paradójico fue lo que
de manera incisiva y desafiante Botero arriesgó en el centro de su
argumentación: una dura defensa a las “cooperativas rurales de seguridad”,
posteriormente más conocidas como “Convivir”. Estas estructuras fueron
fundamentales para el desarrollo del paramilitarismo en Colombia y, en ese
contexto, fueron promovidas, jurídicamente respaldadas y políticamente
legitimadas por figuras como el entonces gobernador de Antioquia y luego dos
veces presidente Uribe, justo a los ritmos de una cruda sed
contra-insurgente de aniquilación de enemigos internos, sed pagada con la
sangre de la sociedad civil colombiana.
Botero, tiempo después
encarcelado por sus andanzas con el Cartel de Cali y luego puesto en libertad
por la impune justicia colombiana, decía entonces que para solucionar un
problema de control territorial en medio de la guerra había que armar a la
gente en los lugares en donde la débil capacidad del ejército lo demandara.
Había que solucionar bajo esa lógica un problema humanitario apelando a algo
que la historia terminaría por situar como uno de los más horrendos episodios
humanitarios de nuestro pasado reciente, aún hoy vivo en una guerra que quiere
desescalar pero que sigue vigente: el Paramilitarismo, sus masacres, sus torturas
y sus desapariciones.
Pero la defensa de la
primera forma de protección legal del paramilitarismo fue, más sorpresivamente
aún, no solo cosa de un ministro de defensa sino de un grupo de intelectuales
políticos que opinaban con supuesta experticia sobre las virtudes de la
seguridad privada. Mediante una misiva dirigida al mismísimo presidente Samper
y utilizada por Botero en su intervención, algunos miembros del “Instituto de
Ciencia Política” - ICP señalaban como “apenas lógico que el Gobierno, para no
perder enteramente su legitimidad de ejercicio del poder como impotente
guardián del orden público y la seguridad en enormes áreas rurales del país,
brinde a esa población un cauce o estructura legal para la defensa
responsabilizada y controlada de esos esenciales derechos humanos”. La carta
estaba firmada por varios de esos intelectuales del Statu Quo. Dentro de esas
firmas sobresale el brillo de denuncia histórica de una en particular: la de Peñalosa.
Cuando hablamos de Peñalosa pensamos, para bien o para mal, en algo como una visión de
urbanismo en la cual priman sobre cualquier otra cosa grandes bloques de
cemento destinados al espacio público. No es gratuito que los poderes
económicos situados en las manos de las grandes constructoras de una ciudad que
estalla en miles de proyectos inmobiliarios estén de lado del candidato. Bajo
la lógica de un espacio público bogotano ordenado en función del cemento
podemos pensar que la idea de este espacio público es segregadora y elitista y
que en tal sentido el espacio construido termina siendo no tan público. Podemos
pensar también que sus intenciones, más que en inversión social y garantías
para los sectores más pobres, está en construir mucho y en redistribuir poco. A
la par podemos también recordar que su liderazgo en las encuestas está en buena
medida determinado por la gigantesca maquinaria política (o mucho mejor,
politiquera y corrupta) del vicepresidente Vargas Lleras y de su partido
“Cambio Radical”, en donde no hay que olvidar la apuesta de éste último porque
Bogotá, en manos de Peñalosa, sea convertida en un
trampolín hacia su campaña presidencial en 2018. Sin duda estos son temas
esenciales a la hora de revisar críticamente lo que está en juego con la
victoria de Peñalosa. Sin embargo, algo que es
igualmente central y que no podemos perder de vista es la propuesta de
seguridad del candidato y, a la par, las concepciones políticas que median en
tales propósitos.
De hecho, las encuestas
más conocidas sobre la carrera electoral por la alcaldía de Bogotá nos muestran
un panorama en el cual tenemos en la cabecera de la intención de voto a un
amante de la mano dura al mejor estilo de la represiva visión Uribista sobre la
seguridad. Basta con echarle un vistazo a sus videos de campaña: Peñalosa, nacido en Washington y no en Colombia e hijo de un poderoso
diplomático Peñalosa Camargo) de cargos ministeriales en el
gobierno de Lleras Restrepo, se sube al transporte público bogotano para, de
manera mal actuada, “untarse de pueblo” y hablar sobre sus días de triunfos en
los años en los que fue alcalde, años en los que se invirtió el dinero de la
capital en grandes filas de bolardos inútiles, hoy agrietados y estorbosos a lo
largo y ancho de la ciudad. Tales años de “gloria” los presenta como la razón
fundamental de su lema de campaña, esto es, el de “recuperar a Bogotá”. Pero,
¿recuperarla de qué? Este acto de recuperar tiene un énfasis indiscutible en
los micro-discursos del candidato al interior de los buses. Para Peñalosa, debemos recuperar a Bogotá “del desorden y la inseguridad, para
que no sean los ciudadanos los que vivan con temor de los delincuentes, sino
éstos los que sientan temor de la autoridad”***.
En tal sentido, el
problema no radica en una Bogotá desigual y territorialmente dispuesta para la
segregación y la marginación de los más pobres. Tampoco tiene que ver
directamente con la falta de oportunidades para una población mayoritariamente
joven, ni con que a los jóvenes sin oportunidades de los barrios más deprimidos
de la ciudad les llegue más rápido la oferta de vida de las grandes redes
paramilitares urbanas de tráfico de drogas en vez de la educación y el trabajo.
Bien distante de todo ello, para Peñalosa el problema de la seguridad
tiene que ver con forajidos malvados y altamente organizados, sin que nadie
sepa exactamente de donde vienen ni por qué asechan de manera tan perversa a
“la ciudadanía”. En sus propias palabras, refiriéndose a la inseguridad en los
buses: “[…] lo que tenemos hoy son bandas de criminales organizados que tienen
redes nacionales e internacionales de comercialización de celulares. No es un
ciudadano pobre que se levantó con hambre y vino a robar celulares. Hay que
hacerle inteligencia de policía como se combate a la guerrilla”.
Pero más que una mención
suelta en una pequeña línea de campaña, el tema del orden con puño de hierro y
sin demasiadas preguntas por las causas estructurales –sociales, económicas y
políticas– del conflicto, es el pilar básico de la propuesta programática de Peñalosa. No se pueden construir las
grandes lápidas de asfalto que éste pretende ejecutar sin seguridad suficiente
para que los capitalinos de alcurnia puedan transitar con un mínimo de
tranquilidad sobre ellas. No se puede gozar de una movilidad tranquila tampoco
si una red de hampones sin tiempo y sin historia anda merodeando las calles. No
sin una concepción de seguridad basada fundamentalmente en actos represivos.
Una mano dura y coactiva
con el disfraz de un administrador del primer mundo, que anda en bicicleta y
habla algunas veces sobre ecología, encarna el exacerbado ímpetu violento y la
necesidad de seguridad de una parte de los bogotanos. Habría que ver, aparte
del efecto de las enormes clientelas de Vargas Lleras, en qué sectores de Bogotá
se sitúan más frecuentemente las pancartas azules con la barba gris y blanca de
uno de los firmantes a la misiva presidencial que respaldó en algún momento a
las Convivir. Tendríamos que reflexionar por qué esas pancartas están
principalmente en los lugares más “prósperos” de la ciudad, justo hacia el
norte en donde se ubican los barrios de más altos estratos.
Curiosamente Pardo, el
candidato de la unidad nacional para estas elecciones, propone la creación de
guardias urbanas que estén en capacidad de repeler la criminalidad en todo
momento. Definitivamente el tema de la seguridad es tan complicado como puede ofrecerlo
la capital de un país en guerra, receptora de millones de desplazados, una
concentración urbana de nueve millones de personas, de las cuales el 84%
pertenecen a los estratos 1, 2 y 3 (clases bajas y medias bajas). La cuestión
de cómo disponer de la fuerza pública es algo ineludible para los tres
proyectos de gobierno que tienen hoy posibilidad de acceder a la alcaldía,
incluido el la izquierda en representación de Clara López. El punto está en el
lugar que ocupa la conciencia (traducida en acciones programáticas especificas)
de que las causas estructurales de la inseguridad no están en la maldad
inmaterial de enemigos surgidos de la nada sino en consideraciones históricas
sobre la forma en que se ha organizado nuestra economía, nuestra política y nuestra
cultura. Peñalosa, el fantasma de las Convivir,
un pequeño Uribe de alcurnia, no le asigna ningún lugar a esa
conciencia. Lo que Bogotá necesita es un gobierno social. Clara López y la
izquierda son quienes más cerca están de tal idea.
Peñalosa: El Fantasma de las Convivir
Peñalosa: El Fantasma de las Convivir
Referencias:
* El tiempo: “O cooperativas o paramilitares”. Recuperado de:
** Nos referimos al llamado “proceso 8000”, referido al episodio de financiación de la campaña presidencial del entonces electo Ernesto Samper por parte del Cartel de Cali, una de las organizaciones fundamentales para la dinámica del narcotráfico en esos años.
*** http://enriquepenalosa. com/nuestro_plan/seguridad/
De izquierda a derecha:
Henry de Jesús López, alias “Mi Sangre”, detenido en Argentina;
Daniel Rendón Herrera, alias Don Mario, hoy preso;
Manuel Pirabán, alias Jorge Pirata, hoy libre;
Miguel Arroyave, alias Arcángel, jefe del bloque Centauros. Créditos:
EFE, Gabriel Aponte y Archivo El Espectador.
Henry de Jesús López, alias “Mi Sangre”, detenido en Argentina;
Daniel Rendón Herrera, alias Don Mario, hoy preso;
Manuel Pirabán, alias Jorge Pirata, hoy libre;
Miguel Arroyave, alias Arcángel, jefe del bloque Centauros. Créditos:
EFE, Gabriel Aponte y Archivo El Espectador.
A partir
de 1996, cuando surgieron las Autodefensas Unidas de Colombia, “un movimiento
político-militar de carácter antisubversivo”, que integró 20 frentes de guerra
en todo el país, la capital de la República fue un objetivo a corto plazo. El
primer enviado de Carlos Castaño para establecer contactos con la Fuerza
Pública y otros enlaces de poder fue José Húber Coca Ceballos, alias Camilo
Coca. Desde ese momento el paramilitarismo hizo estragos en Bogotá sin que aún
exista un documento oficial que sintetice esta cruenta historia.
Aunque la
sentencia del Tribunal de Bogotá no incluye estos casos, sí describe lo que fue
esa época y de qué manera después los bloques Centauros y Capital se
desdoblaron en nuevos frentes en la región circundante a Bogotá, hasta los
departamentos de Meta, Casanare, Tolima y Cundinamarca. Entonces, a la dupla
Miguel Arroyave-Manuel de Jesús Pirabán se sumó un tercer coloso de la guerra:
Daniel Rendón Herrera, alias Don Mario, un hombre clave de Vicente Castaño. Los episodios de violencia
desbordaron las fronteras.
El pasado
jueves la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Bogotá aportó una
esclarecedora sentencia de 1.187 páginas que constituye un insumo importante
para entender ese capítulo impune protagonizado por el llamado bloque Capital.
El fallo resuelve la situación jurídica definitiva de un grupo de jefes
paramilitares encabezado por Manuel Pirabán, alias Jorge Pirata, al tiempo que aporta una minuciosa radiografía de
los tentáculos de esta organización criminal. Sin embargo, es apenas la base de
una pesquisa inconclusa.
Hoy Jorge Pirata, en virtud de lo pactado en la Ley de Justicia y
Paz, ya es un hombre libre. Lo mismo que la mayoría de los sentenciados. No
obstante, el recorrido trazado en el documento conclusivo del Tribunal de
Bogotá representa un soporte de otras investigaciones aún abiertas en las que
se demuestra hasta dónde llegó el paramilitarismo en el centro del país y cómo
en Bogotá dejó una secuencia de asesinatos selectivos y hechos de violencia que
todavía no forman parte de una síntesis sobre el bloque Capital y su impacto en
la guerra.
La
sentencia de la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Bogotá plantea
que el suceso que inauguró la violencia paramilitar en el centro del país fue
la masacre de Mapiripán (Meta) en julio de 1997, y que por la misma época se
dieron los primeros acuerdos entre Vicente Castaño y el zar de las esmeraldas,
Víctor Carranza, para incursionar con fuerza en los Llanos Orientales. En
consecuencia, se articularon cuatro grupos al mando de Jorge Pirata, Baldomero Linares, alias Guillermo Torres, Héctor Buitrago y Eusser Rondón.
Con el
tiempo, entró a coordinar acciones Humberto Victoria, aliasCapitán Victoria, mientras en Bogotá comenzaron a operar José
Efraín Pérez, alias Eduardo 400, y Jesús Emiro Pereira, alias Huevoepisca. Este último, en una versión libre ante Justicia y
Paz, aseguró que quien los ayudó a llegar a Bogotá en 1998 fue el general Rito
Alejo del Río, y que éste a su vez lo recomendó con el coronel Jorge Eliécer Plazas
Acevedo. Este último exoficial hoy está procesado por el crimen del periodista
Jaime Garzón, perpetrado en agosto de 1999.
En la
misma época ocurrieron otros graves hechos atribuidos al paramilitarismo. El
atentado a la concejal de la Unión Patriótica Aída Abella, en mayo de 1996; el
crimen del defensor de derechos humanos Josué Giraldo en octubre del mismo año;
el doble asesinato de los investigadores del Cinep, Mario Calderón y Elsa
Alvarado en mayo de 1997, o el homicidio del abogado Eduardo Umaña Mendoza, en
abril de 1998. En perspectiva, aunque no estaba formalizado el bloque Capital,
sí existía el frente Capital con objetivos idénticos.
En los
tiempos del frente Capital se registraron acciones impunes en sectores
populares de Ciudad Bolívar, Kennedy, Usme, Soacha o Bosa, pero los hechos de
violencia fueron aumentando y, por ejemplo, por esa época fueron asesinados en
Bogotá el vicepresidente de la Central Unitaria de Trabajadores (CUD), Jorge
Ortega García, y el gerente de la Federación Nacional de Cooperativas
Agropecuarias, Julio Alfonso Poveda. Ambos crímenes asociados con la acción
paramilitar. Eso demuestra su mano extendida hasta la capital colombiana.
Pero,
definitivamente, la circunstancia que agravó el panorama está relacionada con
dos sujetos que coincidieron en la cárcel entre 1999 y 2001: Miguel Arroyave,
alias Arcángel, y Ángel Gaitán. El primero
natural de Amalfi (Antioquia), el mismo pueblo donde nacieron los hermanos
Fidel, Carlos y Vicente Castaño, lo mismo que los hermanos Fredy y Daniel
Rendón Henao. El segundo, un hombre clave de Víctor Carranza. Hoy la Fiscalía
busca aclarar múltiples crímenes en La Modelo de Bogotá, y esta alianza es
clave para entenderlos.
Al tiempo
que desde la cárcel se estructuraba un poderoso enlace del paramilitarismo, en
las calles de Bogotá actuaba el excapitán del Ejército Jorge Ernesto Rojas
Galindo. Este exsuboficial terminó después vinculado al atentado contra el
presidente del Sindicato de Trabajadores al Servicio del Estado y líder de
izquierda Wilson Borja, cometido en diciembre de 2000. Siete meses antes
ocurrió el secuestro de la periodista Jineth Bedoya, hecho también asociado con
las acciones del paramilitarismo desde la cárcel La Modelo en Bogotá.
Hacia
2001, cuando Miguel Arroyave salió de prisión, no sólo se hizo cargo del bloque
Centauros que diseminó la violencia en los Llanos Orientales, sino que terminó
de estructurarse el bloque Capital. La sentencia del Tribunal de Bogotá refiere
que después de la captura de Jorge Ernesto Rojas en febrero de 2001, Arroyave
tomó el mando y se le unió Henry de Jesús López, alias Mi Sangre, hoy preso en Buenos Aires (Argentina) y pendiente
de su extradición a Estados Unidos. En sólo Ciudad Bolívar hubo cerca de 600
muertos.
El fallo
judicial menciona las acciones del bloque Capital en el sector de Sanandresito
de la 38. Antes de ser asesinado en septiembre de 2004, Miguel Arroyave admitió
que se hizo para acabar con el fortín económico que las Farc tenían en la zona.
Otros testimonios no recogidos en la sentencia señalan que también operaba una
oficina en la calle 106 con 15, al mando de Orlando Benavides, alias Don Álvaro. Lo cierto es que fue una época de múltiples
asesinatos selectivos en Bogotá, varios de ellos reconocidos por el
paramilitarismo.
Por ejemplo,
en mayo de 2001, el crimen del piloto Carlos Nicolás González, quien trabajó
para Carlos Castaño, pero había decidido colaborar con la justicia. El
asesinato del representante a la Cámara Jairo Hernando Rojas, cercano
colaborador del exministro Álvaro Leyva, ocurrido en septiembre de 2001. O los
homicidios de los representantes a la Cámara Octavio Sarmiento y Luis Alfredo
Colmenares, perpetrados en la primera semana de octubre de 2001. Todas estas
acciones encajan en el accionar del bloque Capital.
Aunque la
sentencia del Tribunal de Bogotá no incluye estos casos, sí describe lo que fue
esa época y de qué manera después los bloques Centauros y Capital se
desdoblaron en nuevos frentes en la región circundante a Bogotá, hasta los
departamentos de Meta, Casanare, Tolima y Cundinamarca. Entonces, a la dupla
Miguel Arroyave-Manuel de Jesús Pirabán se sumó un tercer coloso de la guerra:
Daniel Rendón Herrera, alias Don Mario, un hombre clave de Vicente Castaño. Los episodios de violencia
desbordaron las fronteras.
El
asesinato de Miguel Arroyave en septiembre de 2004 generó crisis, peroJorge Pirata, Don Mario, Dairo Úsuga -hermano de Otoniel Úsuga, hoy jefe del clan del Golfo- y
Oliverio Guerrero, alias Cuchillo, se repartieron el poder. En medio de esta transición llegó el proceso
de paz entre el gobierno Uribe y las autodefensas, y entre septiembre de 2005 y
abril de 2006 se desmovilizó el bloque Centauros, incluyendo el bloque Capital.
Lo demás es historia reciente de disidencias o confesiones en la polémica Ley
de Justicia y Paz.
Daniel
Rendón desistió del proceso de paz, intentó crear las Autodefensas Gaitanistas
y fue capturado en abril de 2009. Hoy está expulsado de Justicia y Paz. Henry
de Jesús López, alias Mi Sangre, está detenido desde octubre de
2012 en Argentina. Alias Cuchillo fue abatido por la Policía en diciembre de 2010. Jorge Pirata está libre desde el pasado enero. Lo que
queda por ahora es una sentencia para la historia que refiere cómo estos
bloques de guerra, con apoyo de militares, políticos, ganaderos o
narcotraficantes dejaron una secuela de violencia que no puede olvidarse.
Tomado:
http://www.elespectador.com/noticias/judicial/rastro-de-sangre-del-bloque-capital-articulo-646340
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